Acné escoriado, una historia real
Por Humberto Costa.
Al inicio de mi práctica empecé a tratar a un joven de 20 años con un acné severo. Se llamaba Carlos, estudiaba y vivía solo con su madre. Carecía de ingresos al no tener trabajo; solo estudiaba. Esta afección le causaba una gran angustia.
Le prescribí toda la variedad de tratamientos disponibles, incluyendo Isotretinoina oral, un medicamento ahora muy conocido entre los jóvenes por producir sequedad en la cara y labios.
Un día vino a verme acompañado de una joven francesa llamada Guiselle, estudiante de antropología. Ella me dijo que había conocido a Carlos en la universidad, que estaba elaborando una tesis para comparar la efectividad de mi tratamiento con el de un curandero, y que para ello el paciente debería consultar con uno. Me habló sobre lo popular de estas terapias en los estratos C y D en Lima, y en fin, estuvimos de acuerdo en realizar la experiencia, autorizando yo la descripción de mi ficha clínica para su trabajo.
Todo esto era bastante folclórico. Pero pensé que podría servirle de placebo, aliviando su ansiedad, la que en muchos casos contribuye a empeorar el cuadro. Les pedí acompañarlos sin identificarme.
La visita fue pintoresca. Habían muchos citados y nos atendió felizmente al inicio de la tarde. Estábamos una modesta vivienda ubicada en el cono norte de la capital.
El curandero apareció abriendo una cortina floreada. Un crucifijo colgaba en su pecho, y llevaba un cuy vivo en su mano derecha. El cuy fue deslizado una y otra vez muy cerca de la cara de Carlos, acompañando a su rito frases un poco inaudibles. Luego el pobre animalito fue sacrificado en otro ambiente. Finalmente nos mostró sus vísceras, explicando que los males de Carlos estaban ahora allí, y que ya libre del maleficio, que es una enfermedad, en pocos días estaría completamente sano.
Pero no fue así. A las tres semanas el paciente volvió a mi consultorio. Las lesiones del rostro habían empeorado tanto, que ya no soportaba asistir a sus clases. Su madre lo recriminaba, y eso había despertado en él una idea fija y aterradora: eliminarla.
Conversamos bastante. Le expliqué que debíamos consultar urgentemente con un psiquiatra. Felizmente estuvo de acuerdo. Hablé por teléfono con un amigo, y procedimos a internarlo en una clínica privada. Allí fue sometido a una “cura de sueño” durante cuatro semanas. Se mantuvo todo ese tiempo somnoliento por la administración de tres medicinas. Podía ingerir alimentos e ir al baño; el resto de horas, dormía.
Al término de la cura, Carlos nos dijo que la terrible idea había desaparecido, que ahora adoraba a su madre. Las lesiones de la cara habían mejorado también notablemente. ¿Cuál era la explicación?
La angustia del paciente hacía que en las noches presionase las lesiones con sus dedos, con lo cual el acné empeoraba a pesar de los tratamientos. Pero al estar somnoliento, las lesiones sanaron. Guiselle había viajado ya a Francia y creo que nunca se enteró del final de esta historia. Por supuesto, el paciente tuvo que continuar su tratamiento psiquiátrico ambulatoriamente por largo tiempo. En todo caso, la tesis de Guiselle fue desde el inicio un estudio mal planteado.